Os
presento a la familia Lowell:
Eric,
un padre de familia humilde, y Cecilia, la mujer de Eric. Éstos
tenían varios hijos: Thomas, con 15 años era el mayor; Gaby, de 12
años; Alexia, de 6 años, una niña adorable de ojos azules como su
madre; y Bobby, que con tan solo 1 año era un niño muy atento a
todo lo que le rodeaba. Luego estaba Hans, el abuelo de los niños y
padre de Eric. Su mujer había fallecido años antes, a causa de la
viruela. Todos maldijeron que no existiera algún remedio para vencer
esta enfermedad.
De los
padres de Cecilia no se sabía nada, ya que la habían abandonado
cuando apenas era un bebé.
Gaby,
Alexia y Thomas, que regresaban de las minas, sucios y mojados,
mantenían una conversación sobre su día en el trabajo:
-Pues
hoy me ha tocado abrir y cerrar los compartimentos de las minas para
que los obreros pasaran con el carbón. Estaba todo muy oscuro,
estrecho y húmedo. – Thomas hizo una pausa y luego le preguntó a
sus hermanos:
-¿Qué
habéis hecho vosotros?
-Alexia
y yo hemos tenido que acarrear el carbón en las galerías bajas,
arrastrándonos por el suelo que estaba lleno de agua sucia.
-¡Había
mucha agua! –intervino la pequeña.
-Yo
tiraba del carbón con una cota y una cadena, mientras que Alexia
empujaba con la cabeza y las manos, desde atrás –continuó Gaby.
-Me
duele la cabeza –se quejó la niña.
Cecilia,
que había llegado hace poco con Bobby del taller artesanal, se
dirigió a los hijos:
-Vamos
niños, nos tenemos que ir a la ciudad. Hay que coger el tren y como
no nos demos prisa, no vamos a llegar a tiempo.
Los
chicos miraron a su alrededor y se dieron cuenta de que no eran los
únicos que se iban a la ciudad. Muchos vecinos marchaban ya a los
trenes, con prisas, nervios y preocupación por no saber exactamente
qué les deparaba el destino en la gran ciudad. ¿Mejoraría o
empeoraría su situación de vida?
En
aquel momento salía de la vieja casa Hans, un hombre de piel
arrugada y morena, tostada por el sol; ligeramente encorvado; brazos
musculosos y fuertes; manos endurecidas y acostumbradas al trabajo
duro del campo. Detrás de él estaba su hijo que llevaba en la mano
una pequeña maleta, la cual contenía la escasa ropa que poseía.
Eric acababa de llegar de trabajar en los campos. Hoy habían tenido
que coger dos veces el tren para ir de un campo a otro.
La
familia Lowell, ya en el tren, se encontró con una muchacha que
trabajaba con la mujer de Eric.
-He
escuchado que tendremos trabajo en las fábricas. Pero dicen que los
patrones son muy duros y estrictos. No va a ser lo mismo que en los
talleres –aquella mujer de mirada triste y temerosa miró a Cecilia
mientras lo decía.
En los
talleres artesanales trabajaban pocas personas. Utilizaban
herramientas rudimentarias y como fuente de energía, el viento, los
animales, el agua, la madera, y por supuesto, sus manos. Conseguían
realizar muy pocos productos en muchísimo tiempo. Por lo tanto,
éstos eran muy baratos.
Una vez
llegaron a la ciudad, concretamente a los barrios que les
correspondían, se dieron cuenta de que sus condiciones de vida no
iban a mejorar. Eran edificios repugnantes, calles sin pavimentar y
llenas de hoyos, basura y niños mendigando. Todas las viviendas de
esta parte de la ciudad, se ubicaban cerca de las fábricas.
La
familia Lowell entró en la casa que les asignaron. Era muy pequeña,
con falta de espacio y de luz. También con mucha humedad. Pero,
cuando más se dieron cuenta de lo pequeña que era fue cuando se
toparon con otra familia en esa misma vivienda. Por lo que
escucharon, en cada casa vivían varias familias.
Les
había tocado convivir con una pareja que tenían un niño de ocho
años y estaban esperando otro. Tenían una niña de 4 años que
había fallecido días antes.
Aquella
noche, apenas tenían un mísero trozo de pan por cada familia.
A las
2:30 de la madrugada, todo el barrio estaba despierto preparándose
para ir a trabajar a las fábricas. Los bebés lloraban en aquel
paisaje desolado y gris. Gris, nunca mejor dicho, por el humo de las
fábricas. Los niños se quejaban de que hacía frío y tenían
hambre y sueño.
La
familia Lowell iba andando hacia la fábrica. El camino era un pasaje
de terror: personas vestidas con tan sólo un pantalón sucio y roto
pidiendo limosna, niñas obligadas a prostituirse por un plato de
comida, dos hombres peleando por un trozo de pan que se habían
encontrado…
-¡Mamá,
mamá! Ese niño se está comiendo una piedra. ¡Qué asco! –Le
dijo Alexia mientras tiraba del vestido largo y sucio que llevaba
puesto Cecilia.
Cecilia
miró al niño que le señalaba su hija y se le encharcaron los ojos
de lágrimas. Cogió a su hija de la mano y, aguantándose las
lágrimas, rezó por no acabar así.
Hans,
Eric, Thomas y Gaby iban delante. Todos vestían una blusa y una
gorra. Cecilia iba detrás de ellos con Bobby, descalzo, en brazos y
Alexia de la mano. La pequeña ya iba con los zapatos rotos, como su
padre.
Las
fábricas eran grandes, sucias, húmedas, ruidosas y oscuras, con
pequeñas ventanas en la parte superior. Casi no se podía respirar
con tanta gente y suciedad.
Les
informaron que no habría descanso para comer y que trabajarían unas
16 horas. Las mujeres y los niños cobrarían la mitad que los
hombres, teniendo en cuenta que el salario de éstos no llegaba ni
para alimentar una sola boca.
Tres
meses después…
Eran
las tres de la madrugada cuando la familia Lowell llegó a las
fábricas y se encontró a otros obreros descargando distintos tipos
de máquinas de un montón de enormes camiones.
Donde
trabajaban ellos, la industria textil, colocaron una máquina que
decían que se llamaba Lanzadera Volante. La había inventado un tal
Kay. Eric era pobre pero no tonto, así que tenía el presentimiento
de que ese tal Kay y su Lanzadera Volante iba a empeorar su trabajo.
Y no sólo en la fábrica en la que él trabajaba, sino también en
el sector del hilado, con la máquina Spinning Jenny de un tal
Hargreaves y la Water Frame de Arkwright.
Confirmó
su presentimiento cuando los jefes les dijeron que esas máquinas
sustituirían el trabajo de muchos de ellos, los obreros, ya que solo
una persona podría manejar ocho o más carretes a la vez. Cuando
acabaron de decir esto, sólo se oyó murmullos de desesperación por
parte de los trabajadores y una carcajada por parte de uno de los
patrones.
Inmediatamente
después, los trabajadores, aún ensimismados, tuvieron que empezar a
trabajar.
Cecilia
se quedó un rato mirando la máquina, atónita. Tanto a ella como a
las demás mujeres, les costó adaptarse al trabajo de la fábrica,
ya que estaban acostumbradas a las herramientas rurales.
Dos
semanas después…
Al
salir de la fábrica, todos estaban pálidos, raquíticos y con
ojeras. Eric y Alexia se habían quedado sin sus zapatos. Thomas le
había dado uno de los suyos a su hermano Gaby porque los había roto
por completo. Cecilia, que estaba embarazada, andaba agarrada de
Eric. Todos iban muy cansados, en especial Hans, que casi no podía
respirar.
Cuando
llegaron a su diminuta casa, se pusieron en la mesa alrededor de un
plato de leche con patatas y un trocito de tocino. La comida no era
suficiente para seis personas y otra que venía en camino. Si es que
llegaba…
Eric
decidió que ese día no comería. Y no porque no tuviera hambre,
sino porque prefería dejar que se lo comieran sus hijos y esposa.
Sobre todo su esposa, que tenía que alimentar dos bocas a la vez. La
criatura que llevaba dentro tenía que nacer, les hacía muchísima
falta. ¡Ya, lo sabían! Eran otro miembro que alimentar pero si
conseguía crecer, superando las enfermedades y epidemias, tendrían
otro sueldo y más posibilidades de sobrevivir.
Hans
tampoco comió. No se encontraba bien y no paraba de toser. Estaba
tumbado en el suelo.
Los
nietos se pusieron a su lado. Alexia le cogió la mano, la cual
estaba fría, y pronunció con miedo:
-¿Abuelo?
-A..
abue.. abue..lo- dijo el más pequeño de la familia. Se rió y
empezó a dar palmas con sus pequeñas manos.
–¡Abuelo!
-¡Mamá!
Bobby ha dicho su primera palabra –dijo Thomas sonriendo.
La
madre, contenta, se acercó a su pequeño y lo abrazó. Pero pronto
se dio cuenta de que algo no iba bien.
Hans no
respiraba y hacía rato que había dejado de toser. Eric estaba a su
lado de rodillas, con la mirada fija en su padre. No tenía expresión
en la cara, sólo lloraba.
-¡Abuelo,
abuelo, abuelo!- repetía Bobby, feliz y ajeno a lo que estaba
pasando, mientras que su familia lloraba.
¡Ironías
de la vida! Mientras que el pequeño no paraba de pronunciar su
primera palabra, el abuelo ya no lo estaba escuchando.
Al
día siguiente…
Cuando
la familia Lowell llegó a su casa después de trabajar, se dieron
cuenta de que la mujer y el hombre que convivía con ellos estaban
sentados en la mesa llorando y cogidos de la mano.
John,
que así se llamaba el hombre, se levantó al ver entrar a Eric con
su familia. Ambos se quedaron mirándose y luego, miraron a sus
respectivas mujeres.
-¿Qué
pasa?-se atrevió a preguntar Cecilia, que tuvo que sentarse por su
estado.
John y
su mujer se volvieron a mirar.
-El
patrón me ha dicho que ya no hago falta –suspiró–, por
desgracia, no he sido el único.
La
mujer, que le faltaba poco para dar a luz, sollozó tapándose la
cara con las manos. El marido le acarició la espalda suspirando y
con las lágrimas caídas.
Después
de esto, la casa se inundó de un silencio absoluto y Thomas entendió
ahora por qué se había encontrado al hijo de esta familia
mendigando en la calle.
Un
mes después…
La
fábrica cerró sus puertas con todos los trabajadores dentro. Justo
cuando se cerró, un obrero llegó. Eric escuchó que le dejaban
pasar pero no le pagaría el salario de ese día, por llegar tarde.
El hombre entró maldiciendo y sollozando porque no tendría nada que
dar de comer a sus cinco hijos cuando llegara a su casa a las 12 de
la noche.
Eric
suspiró, agachó la cabeza y siguió trabajando.
En este
mes que ha pasado, la casa de los Lowell estuvo de todo menos
tranquila.
La
mujer de John dio a luz. Pero no se oyen llantos en la casa, sino en
la mente de este pobre chico. Le invade la tristeza, como no podía
ser de otra forma, porque ni su bebé que venía de camino ni la
madre, sobrevivieron al parto.
Un día,
Cecilia y su familia estaban en la mesa con un plato de judías secas
y un trozo de pan.
John
miraba la poca comida que tenía la familia Lowell. Eric, que se
había dado cuenta de que John estaba mirando la comida, le dijo con
los ojos llorosos y cara triste:
-Lo
siento –maldijo el no poder darle nada para llevarse a la boca.
-No te
preocupes –le contestó después de hacer una mueca de tristeza.
Eric,
Cecilia y sus hijos se quedaron mirando como John se levantaba del
suelo y se llevaba a su hijo de 9 años a la calle. Todos sabían que
no iban a jugar.
Se
escuchaba por el barrio que dos personas más, se habían muerto en
la fábrica por haber trabajado jornadas largas con poca
ventilación.
Cinco
meses después…
Cecilia
había trabajado en la fábrica hasta el último día antes del
parto.
Nació
viva y la llamaron Hope.
Como no
podía dejarla con nadie, se la tuvo que llevar a la fábrica.
Estuvo
trabajando con ella en brazos, llorando porque sabía que el ambiente
no era bueno para nadie, pero menos para una recién nacida.
Mientras
trabajaba repetía una y otra vez ‘Hope’, con la vista nublada y
la cara llena de lágrimas. Esperanza, por un cambio positivo en sus
vidas.
Pero
eran pobres y no había leyes de protección. Los jefes mandaban. Y
como ellos mandaban, Cecilia no pudo limpiar a su bebé cuando se
orinó en esa fábrica mugrienta.
Hope
llegó a su casa sucia y con infección en la piel.
La
mujer de Eric lloró toda la noche pensando que a la mañana
siguiente, se la tendría que volver a llevar a la fábrica. Así fue
y regresó prácticamente muerta. A la infección de piel, se le
había unido la inhalación de dióxido de carbono y, como no había
descanso, no podía darle de mamar a su niña, estaba desnutrida.
Lo
ideal hubiera sido que llamaran a un médico por si todavía no era
demasiado tarde. Pero, ¿con qué dinero le pagaría al médico si
apenas podrían sobrevivir ellos?
Unos
meses después…
Eric
regresó de la taberna como cada domingo y se encontró a su mujer
llorando.
-Ey,
Ceci, ¿qué pasa?
-¿Que
qué pasa? ¿Que qué pasa? ¿Y tú me preguntas qué me pasa? –Su
mujer estaba empezando a levantar la voz y a sobresaltarse– Eric,
¡maldita sea! Los niños están hambrientos y no puedo darles nada
porque ¡no tenemos ni una miga de pan!
Eric se
quedó sorprendido y se quedó un momento sin reaccionar. Nunca había
visto a su mujer tan alterada.
-No hay
pan, no hay nada –repetía Cecilia una y otra vez. Parecía que
estaba al borde de la locura.
Su
marido se le acercó, despacio por si le daba otro ataque y le daba
por coger un cuchillo. La abrazó mientras ella miraba un punto fijo
de la habitación.
-¡Hope!
Hope está llorando. Se ha orinado, ¡tengo que limpiarla! –Dijo
Cecilia mientras se alejaba de su marido–. Tengo que limpiarla
antes de que…
Pero
Eric, con los ojos llenos de lágrimas, la cogió por los brazos y
terminó la frase que ella había empezado:
-Antes
de que nada, cariño. Porque Hope está muerta. No está con
nosotros. Ya no. ¿Recuerdas? –le hablaba bajito.
Cecilia
negaba con la cabeza. No quería admitirlo. Llevaba meses sin querer
admitirlo.
Eric le
dio un beso a su mujer y luego, la volvió a abrazar. Poco a poco,
Cecilia se fue calmando.
En ese
momento, los hijos, que habían presenciado la escena, se levantaron
del suelo y corrieron a abrazar a sus padres.
Puede
que no tuvieran comida, puede que hubiera muchas muertes, puede que
les invadiera la tristeza y la locura, pero también tenían AMOR. Y,
es eso lo que mantiene unida a las familias ¿no? El amor en los
malos momentos. ¿Os imagináis que no lo hubiera en este barrio? El
ambiente sería aún más negro de lo que es. Más cargado, mucho más
triste. No habría destellos de luz.
Unas
semanas después…
Eric
estaba en la taberna tomando alcohol con unos amigos y quejándose de
sus vidas, mientras los niños jugaban en la calle con cualquier cosa
que se encontraban.
-¡Estoy
harto! ¡Nuestras vidas son una mierda! No tenemos descansos en el
trabajo ni vacaciones –replicaba uno.
- Al
tener más hijos, un poco más de dinero entra en casa. Tenemos a
nuestras mujeres que parecen máquinas de producir bebés
–reflexionaba otro.
-Y al
borde de la locura –intervino Eric acordándose de lo que ocurrió
hace unas semanas.
-Hay
que hacer algo para cambiarlo. ¡No podemos seguir así!
-Sí,
pero ¿qué hacemos?
-Movimiento
obrero. – terció uno de los hombres más viejos que había allí y
que había estado callado y pensativo hasta ahora.
-¿Qué?
–Preguntaron todos al unísono.
-Si nos
unimos todos, quizá nos hagan caso –respondió aquel hombre de
mirada dura.
-¡Claro!
Además, somos bastantes -asintió el que comenzó la conversación.
Un
año después…
Gaby
entra llorando a su casa:
-¡Mamá!
-Gabby entró a su casa corriendo, llorando y absorbiendo por la
nariz.– ¡Es mi amigo Peter! Se ha muerto. Y su padre también.
Cecilia
se llevó la mano a la boca, cerrando los ojos. Se acercó a su niño
y lo abrazó tan fuerte como sus fuerzas le permitieron.
-Dicen
que es de una enfermedad que se llama “neumonía algodonera”
–Gabby sollozó– Lo último que me dijo fue que no podía
respirar.
Inmediatamente,
Cecilia fue a esa casa donde todavía estaban los cuerpos en el
suelo. Cuando su amiga la vio, corrió hacia ella y se abrazaron. ¡No
podía parar de llorar! ¿Qué haría ahora? La semana pasada, dando
a luz, nació su hijo muerto. Y ahora, se le muere su otro hijo y su
marido.
-Toda
la culpa la tienen esos desgraciados de los patrones. Sólo quieren
dinero. Y para eso, nos explotan a nosotros. A los que hacemos lo que
sea por un plato de comida. ¡Claro!, ellos no están en nuestra
situación. Los quisiera ver aquí, viviendo como nosotros, a ver si
aguantaban tanto –dijo con rabia la madre de Peter y, luego, tosió.
-¿Sabes
cuáles han sido sus últimas palabras? –Preguntó mirando a
Cecilia cuando se tranquilizó un poco.
-¿Las
de tu marido?
-Sí.
-¿Cuáles?
Su
amiga bajó la cabeza y volvió a subirla, llorando y a la vez,
sonriendo.
-¡Te
quiero! –después de pronunciar esas palabras, suspiró y lloró al
pensar que ya no se lo diría más.
Años
después…
Después
de esa charla en la taberna y más muertos, los obreros se
organizaron en sindicatos para reclamar sus derechos. Por ejemplo: la
reducción de los horarios de trabajo, aumentos de
sueldos y mejora de las condiciones de trabajo y por lo tanto,
también de vida. También, pidieron el derecho al voto.
En
los sindicatos acordaron la quema de las máquinas, las cuales les
estaban quitando el trabajo a la mayoría de ellos e, incluso,
matando a algunos.
Después
de todo esto, seguían igual. Seguían sin mejorar sus vidas. Nadie
les había hecho caso. Surgió, así, una Masacre en Peterloo.
Se
reunieron en Peterloo Campo de San Pedro, Manchester, Inglaterra, el
16 de agosto de 1819. Muchos de ellos, entre los que había mujeres y
niños, sostenían pancartas con los lemas ‘Igualdad y Fraternidad’
y ‘Unión y Fuerza’.
-Eric,
¿cuál es el plan?
-Henry
Hunt dará un discurso, No creo que nos hagan caso y nos volveremos a
nuestras casas a intentar sobrevivir, como siempre.
-¡Wuo!
Suena entretenido. Así que conseguiremos lo que queremos…
-¡Lo
tenemos difícil!
-Pero,
¿qué te pasa? ¡Qué negativo estás!
-¿Cómo
quieres que no lo esté con la vida que llevamos? ¡Venir aquí no
cambiará nada, nunca nos hacen caso! Además, no creo que mi familia
y yo aguantemos mucho. No tenemos comida y para colmo, me han echado
de la fábrica.
Su
compañero de tabernas lo miró con tristeza y, luego, suspiró
mirando al suelo.
-¡Joder!
¡Cuántos militares hay por aquí! –intervino uno que estaba cerca
de ellos.
En
el momento que salió Henry Hunt, todos los trabajadores, que eran
entre 60.000 y 80.000, mostraron un increíble entusiasmo. Tanto que
los militares desenfundaron sus espadas y atacaron contra la
multitud.
Rápidamente,
fue apareciendo más militares y quedando menos obreros.
Este
acto y todo lo que ocurrió, empujó al gobierno británico a
legalizar las asociaciones obreras.
Tuvieron
que morir tantas personas para que las condiciones de vida y de
trabajo, mejoraran. A estas víctimas, se les llamó "héroes
de Peterloo".
1 comentario:
Enhorabuena, un relato muy bien narrado.
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