jueves, 22 de enero de 2015

Relato histórico sobre la revolución industrial (Ana María Ana Isabel Martín Fernández, 1º de Bachillerato B)


Os presento a la familia Lowell:
Eric, un padre de familia humilde, y Cecilia, la mujer de Eric. Éstos tenían varios hijos: Thomas, con 15 años era el mayor; Gaby, de 12 años; Alexia, de 6 años, una niña adorable de ojos azules como su madre; y Bobby, que con tan solo 1 año era un niño muy atento a todo lo que le rodeaba. Luego estaba Hans, el abuelo de los niños y padre de Eric. Su mujer había fallecido años antes, a causa de la viruela. Todos maldijeron que no existiera algún remedio para vencer esta enfermedad.
De los padres de Cecilia no se sabía nada, ya que la habían abandonado cuando apenas era un bebé.


Gaby, Alexia y Thomas, que regresaban de las minas, sucios y mojados, mantenían una conversación sobre su día en el trabajo:
-Pues hoy me ha tocado abrir y cerrar los compartimentos de las minas para que los obreros pasaran con el carbón. Estaba todo muy oscuro, estrecho y húmedo. – Thomas hizo una pausa y luego le preguntó a sus hermanos:
-¿Qué habéis hecho vosotros?
-Alexia y yo hemos tenido que acarrear el carbón en las galerías bajas, arrastrándonos por el suelo que estaba lleno de agua sucia.
-¡Había mucha agua! –intervino la pequeña.
-Yo tiraba del carbón con una cota y una cadena, mientras que Alexia empujaba con la cabeza y las manos, desde atrás –continuó Gaby.
-Me duele la cabeza –se quejó la niña.


Cecilia, que había llegado hace poco con Bobby del taller artesanal, se dirigió a los hijos:
-Vamos niños, nos tenemos que ir a la ciudad. Hay que coger el tren y como no nos demos prisa, no vamos a llegar a tiempo.
Los chicos miraron a su alrededor y se dieron cuenta de que no eran los únicos que se iban a la ciudad. Muchos vecinos marchaban ya a los trenes, con prisas, nervios y preocupación por no saber exactamente qué les deparaba el destino en la gran ciudad. ¿Mejoraría o empeoraría su situación de vida?
En aquel momento salía de la vieja casa Hans, un hombre de piel arrugada y morena, tostada por el sol; ligeramente encorvado; brazos musculosos y fuertes; manos endurecidas y acostumbradas al trabajo duro del campo. Detrás de él estaba su hijo que llevaba en la mano una pequeña maleta, la cual contenía la escasa ropa que poseía. Eric acababa de llegar de trabajar en los campos. Hoy habían tenido que coger dos veces el tren para ir de un campo a otro.


La familia Lowell, ya en el tren, se encontró con una muchacha que trabajaba con la mujer de Eric.
-He escuchado que tendremos trabajo en las fábricas. Pero dicen que los patrones son muy duros y estrictos. No va a ser lo mismo que en los talleres –aquella mujer de mirada triste y temerosa miró a Cecilia mientras lo decía.
En los talleres artesanales trabajaban pocas personas. Utilizaban herramientas rudimentarias y como fuente de energía, el viento, los animales, el agua, la madera, y por supuesto, sus manos. Conseguían realizar muy pocos productos en muchísimo tiempo. Por lo tanto, éstos eran muy baratos.


Una vez llegaron a la ciudad, concretamente a los barrios que les correspondían, se dieron cuenta de que sus condiciones de vida no iban a mejorar. Eran edificios repugnantes, calles sin pavimentar y llenas de hoyos, basura y niños mendigando. Todas las viviendas de esta parte de la ciudad, se ubicaban cerca de las fábricas.
La familia Lowell entró en la casa que les asignaron. Era muy pequeña, con falta de espacio y de luz. También con mucha humedad. Pero, cuando más se dieron cuenta de lo pequeña que era fue cuando se toparon con otra familia en esa misma vivienda. Por lo que escucharon, en cada casa vivían varias familias.
Les había tocado convivir con una pareja que tenían un niño de ocho años y estaban esperando otro. Tenían una niña de 4 años que había fallecido días antes.
Aquella noche, apenas tenían un mísero trozo de pan por cada familia.


A las 2:30 de la madrugada, todo el barrio estaba despierto preparándose para ir a trabajar a las fábricas. Los bebés lloraban en aquel paisaje desolado y gris. Gris, nunca mejor dicho, por el humo de las fábricas. Los niños se quejaban de que hacía frío y tenían hambre y sueño.
La familia Lowell iba andando hacia la fábrica. El camino era un pasaje de terror: personas vestidas con tan sólo un pantalón sucio y roto pidiendo limosna, niñas obligadas a prostituirse por un plato de comida, dos hombres peleando por un trozo de pan que se habían encontrado…
-¡Mamá, mamá! Ese niño se está comiendo una piedra. ¡Qué asco! –Le dijo Alexia mientras tiraba del vestido largo y sucio que llevaba puesto Cecilia.
Cecilia miró al niño que le señalaba su hija y se le encharcaron los ojos de lágrimas. Cogió a su hija de la mano y, aguantándose las lágrimas, rezó por no acabar así.
Hans, Eric, Thomas y Gaby iban delante. Todos vestían una blusa y una gorra. Cecilia iba detrás de ellos con Bobby, descalzo, en brazos y Alexia de la mano. La pequeña ya iba con los zapatos rotos, como su padre.
Las fábricas eran grandes, sucias, húmedas, ruidosas y oscuras, con pequeñas ventanas en la parte superior. Casi no se podía respirar con tanta gente y suciedad.
Les informaron que no habría descanso para comer y que trabajarían unas 16 horas. Las mujeres y los niños cobrarían la mitad que los hombres, teniendo en cuenta que el salario de éstos no llegaba ni para alimentar una sola boca.
Tres meses después…
Eran las tres de la madrugada cuando la familia Lowell llegó a las fábricas y se encontró a otros obreros descargando distintos tipos de máquinas de un montón de enormes camiones.
Donde trabajaban ellos, la industria textil, colocaron una máquina que decían que se llamaba Lanzadera Volante. La había inventado un tal Kay. Eric era pobre pero no tonto, así que tenía el presentimiento de que ese tal Kay y su Lanzadera Volante iba a empeorar su trabajo. Y no sólo en la fábrica en la que él trabajaba, sino también en el sector del hilado, con la máquina Spinning Jenny de un tal Hargreaves y la Water Frame de Arkwright.
Confirmó su presentimiento cuando los jefes les dijeron que esas máquinas sustituirían el trabajo de muchos de ellos, los obreros, ya que solo una persona podría manejar ocho o más carretes a la vez. Cuando acabaron de decir esto, sólo se oyó murmullos de desesperación por parte de los trabajadores y una carcajada por parte de uno de los patrones.
Inmediatamente después, los trabajadores, aún ensimismados, tuvieron que empezar a trabajar.
Cecilia se quedó un rato mirando la máquina, atónita. Tanto a ella como a las demás mujeres, les costó adaptarse al trabajo de la fábrica, ya que estaban acostumbradas a las herramientas rurales.


Dos semanas después…
Al salir de la fábrica, todos estaban pálidos, raquíticos y con ojeras. Eric y Alexia se habían quedado sin sus zapatos. Thomas le había dado uno de los suyos a su hermano Gaby porque los había roto por completo. Cecilia, que estaba embarazada, andaba agarrada de Eric. Todos iban muy cansados, en especial Hans, que casi no podía respirar.
Cuando llegaron a su diminuta casa, se pusieron en la mesa alrededor de un plato de leche con patatas y un trocito de tocino. La comida no era suficiente para seis personas y otra que venía en camino. Si es que llegaba…
Eric decidió que ese día no comería. Y no porque no tuviera hambre, sino porque prefería dejar que se lo comieran sus hijos y esposa. Sobre todo su esposa, que tenía que alimentar dos bocas a la vez. La criatura que llevaba dentro tenía que nacer, les hacía muchísima falta. ¡Ya, lo sabían! Eran otro miembro que alimentar pero si conseguía crecer, superando las enfermedades y epidemias, tendrían otro sueldo y más posibilidades de sobrevivir.
Hans tampoco comió. No se encontraba bien y no paraba de toser. Estaba tumbado en el suelo.
Los nietos se pusieron a su lado. Alexia le cogió la mano, la cual estaba fría, y pronunció con miedo:
-¿Abuelo?
-A.. abue.. abue..lo- dijo el más pequeño de la familia. Se rió y empezó a dar palmas con sus pequeñas manos.
¡Abuelo!
-¡Mamá! Bobby ha dicho su primera palabra –dijo Thomas sonriendo.
La madre, contenta, se acercó a su pequeño y lo abrazó. Pero pronto se dio cuenta de que algo no iba bien.
Hans no respiraba y hacía rato que había dejado de toser. Eric estaba a su lado de rodillas, con la mirada fija en su padre. No tenía expresión en la cara, sólo lloraba.
-¡Abuelo, abuelo, abuelo!- repetía Bobby, feliz y ajeno a lo que estaba pasando, mientras que su familia lloraba.
¡Ironías de la vida! Mientras que el pequeño no paraba de pronunciar su primera palabra, el abuelo ya no lo estaba escuchando.


Al día siguiente…
Cuando la familia Lowell llegó a su casa después de trabajar, se dieron cuenta de que la mujer y el hombre que convivía con ellos estaban sentados en la mesa llorando y cogidos de la mano.
John, que así se llamaba el hombre, se levantó al ver entrar a Eric con su familia. Ambos se quedaron mirándose y luego, miraron a sus respectivas mujeres.
-¿Qué pasa?-se atrevió a preguntar Cecilia, que tuvo que sentarse por su estado.
John y su mujer se volvieron a mirar.
-El patrón me ha dicho que ya no hago falta –suspiró–, por desgracia, no he sido el único.
La mujer, que le faltaba poco para dar a luz, sollozó tapándose la cara con las manos. El marido le acarició la espalda suspirando y con las lágrimas caídas.
Después de esto, la casa se inundó de un silencio absoluto y Thomas entendió ahora por qué se había encontrado al hijo de esta familia mendigando en la calle.


Un mes después…
La fábrica cerró sus puertas con todos los trabajadores dentro. Justo cuando se cerró, un obrero llegó. Eric escuchó que le dejaban pasar pero no le pagaría el salario de ese día, por llegar tarde. El hombre entró maldiciendo y sollozando porque no tendría nada que dar de comer a sus cinco hijos cuando llegara a su casa a las 12 de la noche.
Eric suspiró, agachó la cabeza y siguió trabajando.




En este mes que ha pasado, la casa de los Lowell estuvo de todo menos tranquila.
La mujer de John dio a luz. Pero no se oyen llantos en la casa, sino en la mente de este pobre chico. Le invade la tristeza, como no podía ser de otra forma, porque ni su bebé que venía de camino ni la madre, sobrevivieron al parto.
Un día, Cecilia y su familia estaban en la mesa con un plato de judías secas y un trozo de pan.
John miraba la poca comida que tenía la familia Lowell. Eric, que se había dado cuenta de que John estaba mirando la comida, le dijo con los ojos llorosos y cara triste:
-Lo siento –maldijo el no poder darle nada para llevarse a la boca.
-No te preocupes –le contestó después de hacer una mueca de tristeza.
Eric, Cecilia y sus hijos se quedaron mirando como John se levantaba del suelo y se llevaba a su hijo de 9 años a la calle. Todos sabían que no iban a jugar.


Se escuchaba por el barrio que dos personas más, se habían muerto en la fábrica por haber trabajado jornadas largas con poca ventilación.


Cinco meses después…
Cecilia había trabajado en la fábrica hasta el último día antes del parto.
Nació viva y la llamaron Hope.
Como no podía dejarla con nadie, se la tuvo que llevar a la fábrica.
Estuvo trabajando con ella en brazos, llorando porque sabía que el ambiente no era bueno para nadie, pero menos para una recién nacida.
Mientras trabajaba repetía una y otra vez ‘Hope’, con la vista nublada y la cara llena de lágrimas. Esperanza, por un cambio positivo en sus vidas.
Pero eran pobres y no había leyes de protección. Los jefes mandaban. Y como ellos mandaban, Cecilia no pudo limpiar a su bebé cuando se orinó en esa fábrica mugrienta.
Hope llegó a su casa sucia y con infección en la piel.
La mujer de Eric lloró toda la noche pensando que a la mañana siguiente, se la tendría que volver a llevar a la fábrica. Así fue y regresó prácticamente muerta. A la infección de piel, se le había unido la inhalación de dióxido de carbono y, como no había descanso, no podía darle de mamar a su niña, estaba desnutrida.
Lo ideal hubiera sido que llamaran a un médico por si todavía no era demasiado tarde. Pero, ¿con qué dinero le pagaría al médico si apenas podrían sobrevivir ellos?


Unos meses después…
Eric regresó de la taberna como cada domingo y se encontró a su mujer llorando.
-Ey, Ceci, ¿qué pasa?
-¿Que qué pasa? ¿Que qué pasa? ¿Y tú me preguntas qué me pasa? –Su mujer estaba empezando a levantar la voz y a sobresaltarse– Eric, ¡maldita sea! Los niños están hambrientos y no puedo darles nada porque ¡no tenemos ni una miga de pan!
Eric se quedó sorprendido y se quedó un momento sin reaccionar. Nunca había visto a su mujer tan alterada.
-No hay pan, no hay nada –repetía Cecilia una y otra vez. Parecía que estaba al borde de la locura.
Su marido se le acercó, despacio por si le daba otro ataque y le daba por coger un cuchillo. La abrazó mientras ella miraba un punto fijo de la habitación.
-¡Hope! Hope está llorando. Se ha orinado, ¡tengo que limpiarla! –Dijo Cecilia mientras se alejaba de su marido–. Tengo que limpiarla antes de que…
Pero Eric, con los ojos llenos de lágrimas, la cogió por los brazos y terminó la frase que ella había empezado:
-Antes de que nada, cariño. Porque Hope está muerta. No está con nosotros. Ya no. ¿Recuerdas? –le hablaba bajito.
Cecilia negaba con la cabeza. No quería admitirlo. Llevaba meses sin querer admitirlo.
Eric le dio un beso a su mujer y luego, la volvió a abrazar. Poco a poco, Cecilia se fue calmando.
En ese momento, los hijos, que habían presenciado la escena, se levantaron del suelo y corrieron a abrazar a sus padres.
Puede que no tuvieran comida, puede que hubiera muchas muertes, puede que les invadiera la tristeza y la locura, pero también tenían AMOR. Y, es eso lo que mantiene unida a las familias ¿no? El amor en los malos momentos. ¿Os imagináis que no lo hubiera en este barrio? El ambiente sería aún más negro de lo que es. Más cargado, mucho más triste. No habría destellos de luz.




Unas semanas después…
Eric estaba en la taberna tomando alcohol con unos amigos y quejándose de sus vidas, mientras los niños jugaban en la calle con cualquier cosa que se encontraban.
-¡Estoy harto! ¡Nuestras vidas son una mierda! No tenemos descansos en el trabajo ni vacaciones –replicaba uno.
- Al tener más hijos, un poco más de dinero entra en casa. Tenemos a nuestras mujeres que parecen máquinas de producir bebés –reflexionaba otro.
-Y al borde de la locura –intervino Eric acordándose de lo que ocurrió hace unas semanas.
-Hay que hacer algo para cambiarlo. ¡No podemos seguir así!
-Sí, pero ¿qué hacemos?
-Movimiento obrero. – terció uno de los hombres más viejos que había allí y que había estado callado y pensativo hasta ahora.
-¿Qué? –Preguntaron todos al unísono.
-Si nos unimos todos, quizá nos hagan caso –respondió aquel hombre de mirada dura.
-¡Claro! Además, somos bastantes -asintió el que comenzó la conversación.




Un año después…
Gaby entra llorando a su casa:
-¡Mamá! -Gabby entró a su casa corriendo, llorando y absorbiendo por la nariz.– ¡Es mi amigo Peter! Se ha muerto. Y su padre también.
Cecilia se llevó la mano a la boca, cerrando los ojos. Se acercó a su niño y lo abrazó tan fuerte como sus fuerzas le permitieron.
-Dicen que es de una enfermedad que se llama “neumonía algodonera” –Gabby sollozó– Lo último que me dijo fue que no podía respirar.
Inmediatamente, Cecilia fue a esa casa donde todavía estaban los cuerpos en el suelo. Cuando su amiga la vio, corrió hacia ella y se abrazaron. ¡No podía parar de llorar! ¿Qué haría ahora? La semana pasada, dando a luz, nació su hijo muerto. Y ahora, se le muere su otro hijo y su marido.
-Toda la culpa la tienen esos desgraciados de los patrones. Sólo quieren dinero. Y para eso, nos explotan a nosotros. A los que hacemos lo que sea por un plato de comida. ¡Claro!, ellos no están en nuestra situación. Los quisiera ver aquí, viviendo como nosotros, a ver si aguantaban tanto –dijo con rabia la madre de Peter y, luego, tosió.
-¿Sabes cuáles han sido sus últimas palabras? –Preguntó mirando a Cecilia cuando se tranquilizó un poco.
-¿Las de tu marido?
-Sí.
-¿Cuáles?
Su amiga bajó la cabeza y volvió a subirla, llorando y a la vez, sonriendo.
-¡Te quiero! –después de pronunciar esas palabras, suspiró y lloró al pensar que ya no se lo diría más.


Años después…
Después de esa charla en la taberna y más muertos, los obreros se organizaron en sindicatos para reclamar sus derechos. Por ejemplo: la reducción de los horarios de trabajo, aumentos de sueldos y mejora de las condiciones de trabajo y por lo tanto, también de vida. También, pidieron el derecho al voto.
En los sindicatos acordaron la quema de las máquinas, las cuales les estaban quitando el trabajo a la mayoría de ellos e, incluso, matando a algunos.
Después de todo esto, seguían igual. Seguían sin mejorar sus vidas. Nadie les había hecho caso. Surgió, así, una Masacre en Peterloo.
Se reunieron en Peterloo Campo de San Pedro, Manchester, Inglaterra, el 16 de agosto de 1819. Muchos de ellos, entre los que había mujeres y niños, sostenían pancartas con los lemas ‘Igualdad y Fraternidad’ y ‘Unión y Fuerza’.
-Eric, ¿cuál es el plan?
-Henry Hunt dará un discurso, No creo que nos hagan caso y nos volveremos a nuestras casas a intentar sobrevivir, como siempre.
-¡Wuo! Suena entretenido. Así que conseguiremos lo que queremos…
-¡Lo tenemos difícil!
-Pero, ¿qué te pasa? ¡Qué negativo estás!
-¿Cómo quieres que no lo esté con la vida que llevamos? ¡Venir aquí no cambiará nada, nunca nos hacen caso! Además, no creo que mi familia y yo aguantemos mucho. No tenemos comida y para colmo, me han echado de la fábrica.
Su compañero de tabernas lo miró con tristeza y, luego, suspiró mirando al suelo.
-¡Joder! ¡Cuántos militares hay por aquí! –intervino uno que estaba cerca de ellos.

En el momento que salió Henry Hunt, todos los trabajadores, que eran entre 60.000 y 80.000, mostraron un increíble entusiasmo. Tanto que los militares desenfundaron sus espadas y atacaron contra la multitud.
Rápidamente, fue apareciendo más militares y quedando menos obreros.


Este acto y todo lo que ocurrió, empujó al gobierno británico a legalizar las asociaciones obreras.
Tuvieron que morir tantas personas para que las condiciones de vida y de trabajo, mejoraran. A estas víctimas, se les llamó "héroes de Peterloo".


1 comentario:

Anónimo dijo...

Enhorabuena, un relato muy bien narrado.