Voy andando
por las frías calles mojadas. Hace
solo una hora estaba lloviendo, razón por la cual todo mi nuevo pelaje está
húmedo.
Aún sigo
pensando en cómo ha pasado todo. Intento buscarle una explicación lógica. Pero
no la encuentro, es difícil encontrarla.
Las
preguntas inundan mi cabeza.
¿Por qué
ahora ando a cuatro patas, en vez de sobre dos piernas? ¿Por qué mi cuerpo se
ha reducido de tamaño y ha cambiado de color? ¿Por qué mi piel está cubierta de
pelo y las palabras no salen de mi boca?
Veo como
pasa la gente a mi alrededor mientras esas preguntas sin respuesta vagan
solitarias por mi mente. Algunas
personas se paran a acariciarme, y otras, prefieren evitarme. Por suerte
no ha aparecido ningún perro rabioso con ganas de juego. Ya es suficientemente
difícil para mí andar a cuatro patas, y no quiero ni imaginarme como tendría
que ser el tener que salir corriendo.
Cansada de
dar vueltas, miro hacia todos lados. Desde este punto de vista todo es
distinto. Las rocas parecen montañas. Los edificios, rascacielos. Y las
personas, gigantes.
He de decir
que aunque mi aspecto físico ha cambiado, el sentimental sigue al igual que
antes. Aunque queda esa pizca de miedo y de terror a lo que pueda pasarme a
partir de ahora.
Miro hacia
delante, mi cuerpo está reflejado en el cristal de un escaparate con dos
sencillos vestidos expuestos a toda la gente que pasa por delante. Puedo
observar mi rostro horrorizado, el cual se desvanece cuando una pequeña niña,
con pelo rubio y recogido en una pequeña coleta rosa me acaricia. Con ojos
brillosos, le hace una pregunta a la que parece ser su madre. Ella asiente,
cayendo en los encantos de la niña. Esta última da un pequeño salto, seguido de
unas palmadas y me coge en brazos. Al poco
rato, me encuentro en un gran jardín, detrás de una casa y estoy sola. La niña
no tarda en volver y trae consigo agua, comida e infinidad de juguetes. Vuelve
a acariciarme y quiere que juegue con ella.
Puede que,
al final, despertarme siendo un gato no haya sido lo peor que me ha pasado.